DAJA TARTO
Ilustración: Ángel Idígoras
13/11/2020 - 17:00

Gonzalo Mena Tortajada, Cuenca, 1904. Desde joven tuvo debilidad por el espectáculo. Se inició, sin éxito, como torero, haciéndose llamar «El Arenillas de Cuenca». Pero no fue hasta que leyó el libro Misterios de la India que decidió convertirse en faquir.

Gracias a su creatividad ideó un nombre para su nueva propuesta escénica, «Daja Tarto», y elevó la categoría de sus experimentos para sorprender a los espectadores. Anunciado como el «Derviche hindú», debutó en 1927 en la pista del Price, vistiendo traje de seda y su característico turbante multicolor.

Sus números consistían en martirizar su cuerpo y parecer insensible al dolor. Frente al público comía serrín, cristales, cerillas, cuchillas de afeitar y cemento. También se atravesaba la nariz con un estilete, se clavaba agujas en la piel, subía descalzo por una escalera de afilados sables, tumbado sobre cristales rotos, se dejaba romper sobre su cuerpo una pesada piedra con un martillo, y al mejor estilo Houdini, se enterraba en las plazas de toros hasta el final de las corridas.

Se presentó en los más importantes escenarios de España y Portugal, actuó para las tropas españolas durante la guerra civil y casi muere por una confusión el día de la Sanjurjada. Su arte fue todo un contraste para la situación política y social del momento.

Arruinado por el éxito, creó nuevos trucos, como el de 400 horas de crucifixión que casi termina en amputación de sus extremidades. Después de 8.000 funciones y 50 años de labor, se retiró cuando en un ensayo, por accidente, se le desprendió la retina. Luego, se dedicó al cine como actor secundario, a presentarse en programas de televisión, a dar charlas de espiritismo y a escribir sus memorias. Murió en 1988 con 84 años.

Daja Tarto fue un hombre misterioso que jugó con la muerte y desafió a las leyes de la naturaleza y de la fisiología. ¿Un exhibicionista? o ¿un charlatán?... Para él todo consistía en tener fuerza de voluntad.

Liliana Alvíarez